Porque salto del asiento cuando leo un teletipo que dice que Cuba y EEUU van a normalizar relaciones.
Porque justo después pienso en mis amigos cubanos, que podrán llevar bienes a sus familias, y se me salta una lágrima.
Y porque ser periodista me permite “buscar reacciones con nuestros corresponsales en Bruselas y Nueva York” en mi programa de radio.
Porque en el mismo día he podido hablar en directo con un ciudadano ruso desconocido mientras su rublo y su economía se hunden.
Y le deseo suerte cuando me dice que cómo no van a tener miedo de volver a la hiperinflación de los noventa.
Porque siento la necesidad de romper el formato económico de mi programa cuando unos Talibán matan a un centenar de niños en una escuela. Y lo hago.
Porque una de las cosas que temo de no ser inmortal es no ver qué va a pasar al día siguiente.
Si Palestina será descolonizada, si se conseguirán los Objetivos del Milenio, si se dará algún gran salto en la lucha contra el cáncer, cómo será el iPhone 20, si ganará la Socialdemocracia o el Liberalismo la eterna batalla económica, o quién será ese gran pensador que reinvente todo el modelo, o si tendremos una presidenta en España, o si África finalmente lo conseguirá, o cuándo y cómo caerán los sátrapas chinos.
Escribo esto al vuelo poco después de escuchar a Barack Obama anunciar las conversaciones para normalizar las relaciones con Cuba. Y me pregunto, ¿por qué soy periodista? Porque estos días es muy difícil no sentirse orgulloso de serlo: El mundo no deja de sorprendernos.